Desde distintos estrados de la palabra pública, a partir del 10 de diciembre de 2015 casi cualquier observación sobre las políticas implementadas por el Estado nacional argentino ha sido definida, encuadrada o reducida a la condenable actividad de poner palos en la rueda. Le proponemos al lector dejar de lado, siquiera por un momento, la consideración de quiénes utilizan la metáfora, con qué finalidad, en la persecución de qué objetivos. Atendamos, simplemente, lo que esa frase implica, el sedimento que arrastra, el riesgo que conlleva.
Por lo pronto presenta una resonancia “progresista” que le juega a favor: si bien las últimas décadas han procurado jaquear este paradigma, lo cierto es que, desde hace ya varios siglos, la Modernidad implica avanzar. Ir hacia adelante. No detenerse. Sortear los escollos que pudieran presentarse y no cejar en el empeño de prosperidad, de mejora, de progreso. Y estos valores frecuentemente encarnan en las figuras del desplazamiento en el espacio, la marcha continua, el rumbo firme.
Sin embargo, es oportuno reparar en otras dimensiones, generalmente no contempladas, que anidan en esa expresión. Entre otras, la situación efectiva y material de los hombres y mujeres a los que traslada ese “carro” cuyas ruedas no deben ser interferidas en su correcta circulación; o, más aún, las razones en función de las cuales esos ciudadanos fueron convocados a un viaje que —se dijo— tendría determinado rumbo, pero que, ni bien arrancó, tomó el más imaginable de los desvíos. Por no hablar de aquéllos de quienes el “carro” se fue soltando en el camino, en plena sintonía con otra metáfora (la de tirar gente del tren…) que en su momento acuñara, con escasa felicidad, el actual presidente en ejercicio.
No obstante, cierto vigente “sentido común” insiste en que no se debe poner palos en la rueda. ¿Se le puede pedir que no lo haga a quien es conducido hacia el precipicio en el que, inexorablemente, el carro habrá de desbarrancar? ¿Cómo podría pedirme que no ponga palos en la rueda quien lejos está de poder mostrarme las bondades del destino al que me dirige? Al carro de la Corona que se alejaba y despojaba de riquezas a una colonia, ¿tampoco había que ponerle palos en la rueda? ¿Y al tren que traslada seres humanos a un campo de concentración?
Buenos motivos hay, vamos advirtiendo, para dudar de que el acto de poner palos en la rueda resulte inherentemente condenable, más aún si se tiene en cuenta el muy conocido camino por el que se va circulando.