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viernes, 27 de febrero de 2015

LIBERTAD DE INEXPRESIÓN


Sobre el atardecer del 18F me senté frente al televisor y me propuse un desafío: dejar de lado todo preconcepto, en la medida de lo posible, y seguir el desarrollo de la llamada “Marcha del Silencio”. Por un momento reparé en lo conflictiva que me resultaba esa designación (más que “salud”, el silencio en la Argentina ha sido “enfermedad” cómplice de genocidios). Pero rápidamente recordé mi objetivo: me había predispuesto favorablemente a conocer las motivaciones, por qué no genuinas, de quienes habían optado por ejercer el venerable derecho de marchar.
Para ello, opté por sintonizar la señal TN, porque entendía que a través de ese canal seguramente yo iba a poder conocer, escuchar, acaso comprender a los movilizados. Lamentablemente adversas, las condiciones climáticas de la jornada determinaron que, durante varios minutos, de los manifestantes yo sólo pudiera ver sus paraguas. Al comienzo me llamó la atención su notable colorido, su generosa amplitud promedio, la muy alta e inédita proporción de paraguas per cápita. No obstante, más curiosa me resultó la afirmación de una movilera cuando, habiendo cesado ya la lluvia, informó que los manifestantes habían decidido no cerrar sus paraguas. No entendí bien lo que esto significaba, pero en todo caso lamenté que, para mi percepción de televidente, la marcha siguiera siendo por el momento un gran techo de tela de avión.
De todos modos, por fortuna, en un momento se dio paso a los testimonios de los movilizados. Ahora sí, me dije, podré conocer con mayor justeza el carácter de la marcha. Sin embargo, lamentablemente, los manifestantes no se manifestaban. Sus declaraciones eran por demás exiguas; y cuando amagaban dejar de serlo, los cronistas rápidamente ofrecían el micrófono a otro ciudadano. Nadie disponía del uso de la palabra más que unos diez segundos. Hasta que apareció alguien que no peinaba canas y para quien, además, el 18F era la primera marcha a la que asistía en su vida. Extasiado ante la perspectiva de poder mostrar renovación generacional, el cronista pregunta: “¿Cuántos años tenés?” Honesto, acaso sabedor de que decepcionaba, el movilizado debutante responde: “Treinta y tres”.
Mientras tanto, los periodistas exprimían hasta el hartazgo cuanto atisbo de metáfora se les cruzara en el relato: “una marcha en la que el silencio dice mucho”, “el estruendo silencioso de los manifestantes”, “es emocionante cómo se escucha el silencio”. Nelson Castro propone: "Vamos a escuchar, en el medio del silencio, la voz de la gente". Sin embargo, alguien dispone que esto no ocurra. Porque ese momento nunca llega. A esa ciudadanía convocada a la que se le pidió que no porte banderas, que no lleve carteles, que no redacte consignas y, sobre todo, que no se exprese de otra forma como no sea a través de su silenciosa presencia, los paraguas no me dejan verla, los cronistas no me dejan escucharla.
Alguien dirá: marchan en silencio porque no tienen nada que decir. Como ciudadano, eso yo no lo puedo saber; como televidente, la señal TN no me permitió averiguarlo. Tampoco desmentirlo.
Lo que sí me consta es la discrecionalidad interpretativa que el silencio habilita. Históricamente hábiles en el arte de hacer decir algo distinto de lo que se dijo, durante los próximos meses los muy interesados operadores de la palabra ajena se abocarán a construir y ponderar el alcance del discurso que nadie articuló. Más denodadamente que de costumbre se entregarán al oscuro ejercicio de atribuirle sentido y significado a la palabra que no se dijo. Con menos escrúpulos de los habituales se arrogarán la facultad de traducir lo que quiso expresar una ciudadanía a la que, paradójicamente, se le pidió que mejor no abriera la boca.