Sobre
el atardecer del 18F
me senté frente al televisor y me propuse un desafío: dejar de lado todo
preconcepto, en la medida de lo posible, y seguir el desarrollo de la llamada “Marcha
del Silencio”. Por un momento reparé en lo conflictiva que me resultaba esa
designación (más que “salud”, el silencio en la Argentina ha sido “enfermedad”
cómplice de genocidios). Pero rápidamente recordé mi objetivo: me había
predispuesto favorablemente a conocer las motivaciones, por qué no genuinas, de
quienes habían optado por ejercer el venerable derecho de marchar.
Para
ello, opté por sintonizar la señal TN, porque entendía que a través de ese canal
seguramente yo iba a poder conocer, escuchar, acaso comprender a los movilizados.
Lamentablemente adversas, las condiciones climáticas de la jornada determinaron
que, durante varios minutos, de los manifestantes yo sólo pudiera ver sus
paraguas. Al comienzo me llamó la atención su notable colorido, su generosa amplitud
promedio, la muy alta e inédita proporción de paraguas per cápita. No obstante, más curiosa me resultó la afirmación
de una movilera cuando, habiendo cesado ya la lluvia, informó que los manifestantes
habían decidido no cerrar sus paraguas. No entendí bien lo que esto
significaba, pero en todo caso lamenté que, para mi percepción de televidente,
la marcha siguiera siendo por el momento un gran techo de tela de avión.
De
todos modos, por fortuna, en un momento se dio paso a los testimonios de los movilizados.
Ahora sí, me dije, podré conocer con mayor justeza el carácter de la marcha.
Sin embargo, lamentablemente, los manifestantes no se manifestaban. Sus declaraciones
eran por demás exiguas; y cuando amagaban dejar de serlo, los cronistas
rápidamente ofrecían el micrófono a otro ciudadano. Nadie disponía del uso de
la palabra más que unos diez segundos. Hasta que apareció alguien que no peinaba
canas y para quien, además, el 18F
era la primera marcha a la que asistía en su vida. Extasiado ante la
perspectiva de poder mostrar renovación generacional, el cronista pregunta: “¿Cuántos
años tenés?” Honesto, acaso sabedor de que decepcionaba, el movilizado debutante
responde: “Treinta y tres”.
Mientras
tanto, los periodistas exprimían hasta el hartazgo cuanto atisbo de metáfora se
les cruzara en el relato: “una marcha en la que el silencio dice mucho”, “el
estruendo silencioso de los manifestantes”, “es emocionante cómo se escucha el
silencio”. Nelson Castro propone: "Vamos a escuchar, en el medio del
silencio, la voz de la gente". Sin embargo, alguien dispone que esto no
ocurra. Porque ese momento nunca llega. A esa ciudadanía convocada a la que se
le pidió que no porte banderas, que no lleve carteles, que no redacte consignas
y, sobre todo, que no se exprese de otra forma como no sea a través de su
silenciosa presencia, los paraguas no me dejan verla, los cronistas no me dejan
escucharla.
Alguien
dirá: marchan en silencio porque no tienen nada que decir. Como ciudadano, eso yo
no lo puedo saber; como televidente, la señal TN no me permitió averiguarlo. Tampoco desmentirlo.
Lo
que sí me consta es la discrecionalidad interpretativa que el silencio
habilita. Históricamente hábiles en el arte de hacer decir algo distinto de lo
que se dijo, durante los próximos meses los muy interesados operadores de la
palabra ajena se abocarán a construir y ponderar el alcance del discurso que
nadie articuló. Más denodadamente que de costumbre se entregarán al oscuro ejercicio
de atribuirle sentido y significado a la palabra que no se dijo. Con menos
escrúpulos de los habituales se arrogarán la facultad de traducir lo que quiso expresar una ciudadanía a la que, paradójicamente, se le pidió que mejor no abriera la boca.