Nota publicada en Diario Registrado, el 6 de mayo de 2014:
Los exaltados paneles televisivos alrededor
de los llamados “linchamientos” fueron el aperitivo mediático luego del cual (según
la secuencia que propone una agenda muy sugestiva) nos disponemos a degustar el
tratamiento de la eventual reforma del Código Penal. Sin duda, se trata de dos
temáticas que involucran fuertemente a la ciudadanía. No obstante, ambas
presentan un rasgo que condiciona la validez de su abordaje en un medio televisivo
que, mayormente, no fomenta debates que comprometan la razón, sino la emoción.
Ocurre que ambas temáticas reclaman
una reflexión sobre la ley. Y ésta no puede (ni debe) compartir la misma mesa
con la emoción. De allí la contrariedad que surge al incluir, en esos paneles presuntamente
destinados al debate, a familiares de “víctimas de la inseguridad”. Por
supuesto, frente a un crimen, desatinado sería impugnar el derecho de los
familiares a manifestar públicamente su dolor. Sin embargo, esta corroboración
tan evidente no nos exime de preguntarnos: en el contexto de lo que suele
presentarse como un espacio para el intercambio de ideas, ¿qué argumento se
puede esgrimir ante quien atraviesa la intensa conmoción de haber sufrido una violenta
desgracia personal? ¿Puede acaso proponerse, en esas mesas de discusión, el más
atinado y aplicable de los razonamientos sin que éste adquiera, tal vez, el
carácter de una ofensa? Para el vigente paradigma televisivo, que provoca y
celebra el derramamiento de lágrimas, la descarnada exhibición del testimonio emotivo
impone una legitimidad mediática que, entre otras cosas, convalida la clausura de
lo que ya no podrá ser un debate.
No es inoportuno recalcarlo: jamás un
sentimiento o un estado de conmoción han sido buenos redactores o promotores de
leyes. Ni el dolor, ni la angustia, ni el miedo. Menos aún el deseo de
venganza. No obstante, a un padre devastado, a una madre al borde del desmayo,
se los expone para que se pronuncien (ante la sociedad y pañuelo en mano) sobre
cuestiones cuya consideración requiere, al menos, neutralidad, sosiego,
distancia.
Es en esas situaciones de honda
tristeza y abatimiento que hace su entrada, sigiloso, subrepticio, el
pensamiento de derecha. Por cierto, el fenómeno no es novedoso: históricamente,
el pensamiento de derecha se alimenta del dolor humano. De tal manera, como
hemos analizado en un trabajo de reciente publicación (“La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante”), muchas
veces la explotación
sentimental deviene
manipulación política.
Este operativo, advertimos, se consuma
mediante la turbia tarea de convertir el dolor en odio. Y se aplica, desde la
pretendida apelación a cierto ambiguo “sentido común”, sobre quienes aceptan y
propagan esa estandarizada reprobación de la actividad política, que tan frecuentemente
se invoca.
En los próximos días, el “debate” mediático
sobre la posible reforma del Código Penal nos enfrentará, una vez más, a ese
discurso que no logra superar la paradoja que lo constituye: un discurso que,
por un lado, manifiesta su crispada condena a la “sucia” labor de la política y
a la “nociva” injerencia de las posturas ideológicas sobre la vida ciudadana;
pero que, por otra parte, bien se cuida de no declarar sus expectativas
definitivamente políticas, mal se empeña en esconder su desbordante ideología.