Asumo
que, para muchos lectores, el siguiente relato resultará escalofriante. Otros,
en cambio, acaso lo encuentren más bien pintoresco. No descarto, incluso, que a
algunos les provoque una profunda indiferencia. En todo caso, un aspecto no
reviste discusión: del hecho que voy a referir hay, aproximadamente, una
veintena de testigos. Pues bien: ninguno de ellos podrá desmentir este relato.
En
un evento empresarial al que asistió a fines de octubre, la novia de mi amigo
Rafael se ganó una cena para dos personas en el Hilton Buenos Aires Hotel. Rafa
es un pibe de barrio, que alquila un dos ambientes en Floresta; Luciana se
dedica a la gastronomía y estudia portugués; planean casarse el año próximo. Lo
cierto es que el jueves 8 de noviembre mi amigo se puso su mejor camisa, se
encontró con su novia y ambos se dirigieron, contentos pero un poco
intimidados, al fastuoso Hilton de Buenos Aires, que ninguno de los dos
conocía.
Mi
amigo me cuenta que el salón, el mobiliario, los detalles decorativos, los
platos que degustaron y la atención recibida le parecieron, francamente,
excepcionales. Tal vez le provocaba cierta incomodidad, me dice, que su intento
de luquearse para la ocasión (la camisita, el pantalón de vestir, algo gastado pero
todavía en carrera) no había logrado estar a la altura de las circunstancias: indisimulablemente,
desentonaba con la intachable elegancia de los demás concurrentes.
Sin
embargo, alrededor de las 22.30 ingresa al salón un grupo de tipos en pantalones
de jeans. Rafa me comenta que, en ese momento, su novia y él se sintieron algo
más distendidos. 'Parece que no somos los únicos sapos de otro pozo; esta gente
es como nosotros, que no somos de acá, que no conocemos el paño.'
Pero
hay un detalle raro: los tipos saludan al camarero por su nombre de pila. Y
además, para reforzar la extravagancia de la situación, estos tipos de
alrededor de cuarenta años traen cacerolas bajo el brazo. De hecho, se sientan
y apilan las cacerolas sobre una silla que el camarero, solícito, agrega
rápidamente a la mesa.
Repito
la imagen, porque entiendo que lo merece: cacerolas apiladas sobre una silla de
diseño exclusivo en el muy lujoso restaurant del Hilton Buenos Aires Hotel, cuando
al 8N sólo le quedan un puñado de minutos y los movilizados ya se han
desconcentrado.
Al
presenciar ese brindis, mi amigo y su novia entienden que arriban al pico máximo
de su estupor. Pero se equivocan. Porque todavía los encuentra allí,
disfrutando del postre, el momento en que los tipos pagan y se levantan,
recogen sus cacerolas y abandonan el salón, entre risas fuertes y voces elevadas.
Rafael me cuenta qué claras, qué nítidas, ahora sí, qué sencillas y
contundentes y significativas le resultan las palabras con las que uno de ellos
se despide, ya a punto de atravesar la puerta y con la naturalidad que brinda
la rutina, al pasar por delante de la respetuosa reverencia del camarero:
—Chau,
gracias. Hasta mañana.