Las calles de Buenos Aires ya se visten de campaña. Despliegan rostros de candidatos que sonríen o permanecen serios, ofrecen consignas escuetas, manifiestan lealtades cromáticas. En medio del creciente cotillón electoral, el gobierno de la ciudad se ha estado promocionando mediante una serie de afiches que reproducen distintas tipologías de ciudadanos a los que se notifica: “VOS SOS BIENVENIDO”.
El mensaje procura ser amable. No obstante, perturba en la frase el uso del pronombre “VOS”. Más aún si tenemos en cuenta la sólida vocación discriminatoria de la que el gobierno porteño ha dado pruebas abultadas, el hecho de que se especifique que “VOS” sos bienvenido presupone la afirmación, lamentable pero elocuente, de que otros ciudadanos no lo son.
En todo caso, detrás de dicha consigna relumbra, aún más significativa, cierta concepción de la política y el poder. Porque, ¿quién cuenta con la atribución de brindar una bienvenida sino el dueño de casa? ¿Cómo es posible que, desde la circunstancial y transitoria jefatura de gobierno, se me reciba en carácter de “bienvenido”? ¿Qué vínculo promueve con la ciudadanía un gobierno que procura investirse de semejante atributo, que sitúa su locación institucional en ese espacio simbólico de privilegio?
Agradezco el cumplido, pero no lo acepto. Me resulta inadmisible que un novato y dudoso emprendimiento político como el PRO, irrespetuosa y patéticamente, se arrogue el derecho de darme la bienvenida a la ciudad en la que nací.
Será que este falso anfitrión de turbia hospitalidad, que me tutea sin haber conquistado mi confianza, no advirtió todavía que es la comunidad la que “se reserva el derecho de admisión y permanencia”. Y no al revés. Son los habitantes de Buenos Aires los genuinos anfitriones que, según dispongan, tanto pueden “dar la bienvenida” como “prohibir la entrada” al edificio de la gestión pública. Nadie sino ellos decide si un invitado puede pasar, si una vez ingresado puede allí permanecer o si cordialmente le van a pedir que se retire del establecimiento.