(Texto publicado en el Nº 1 de la revista "La tiza ambulante")
Una mañana soleada, hace ya algún tiempo, en una plaza del barrio de La Paternal, en la ciudad de Buenos Aires, una señora me explicaba por qué varios bancos estaban rotos. Su explicación era escandalosamente sencilla: los bancos estaban rotos porque “la gente es mala”. Cada dos palabras, con gesto amargo, con un desencanto que los años lograron mutar en agria resignación, la señora repetía esta frasecita mediante la cual manifestaba, en definitiva, su terror ante el mundo; un mundo en donde el ‘otro’, el prójimo, es vivido como una amenaza.
¿Puede afirmarse que, efectivamente, la gente es mala? Mediante semejante apreciación, ¿no se estará confundiendo lo que nos gusta llamar la ‘esencia’ del ser humano con lo que han fomentado en él determinadas circunstancias históricas? Por cierto, la filosofía moderna (y, especialmente, la filosofía política), han frecuentado insistentemente este debate.
De resonancia similar a la proferida por aquella señora, en ocasiones se deja escuchar, asimismo, la frase “Los seres humanos son naturalmente egoístas”. ¿Estamos muy seguros de eso? ¿No estaremos allí, nuevamente, simplificando un poco las cosas? ¿Estamos en condiciones de afirmar que el egoísmo es parte de nuestra naturaleza?
Desde luego, hay quienes están firmemente interesados en que creamos que esto es así. Todas las variantes del fascismo, por ejemplo (entre las cuales se encuadra, en nuestro medio, un nutrido puñado de cuasi–periodistas criados bajo el ala sucia del menemismo), entienden que el hombre es un animal naturalmente peligroso y agresivo, esencialmente individualista. De allí que lo primero que intentan infundir en la población es la desconfianza hacia el vecino. Lo cual, no tan de paso, robustece un precepto básico para el funcionamiento del sistema capitalista: a saber, lograr que los semejantes (los próximos, los cercanos, los potencialmente afines) se sientan diferentes y, en función de ello, enfrentados.
En tal sentido, la culminación exitosa de este operativo es que la señora de mi barrio sienta miedo; que el miedo se imponga como el más preponderante de sus sentimientos, de tal manera que ella advierta la imperiosa necesidad de invocar a una figura política omnipotente, purificadora, despiadada, que la proteja.
Mediante esa estrategia, nada menos, Hitler llegó al poder en Alemania. Mediante la misma estrategia, de hecho, los militares argentinos consiguieron que muchos de sus compatriotas los convocaran a la escena política.
Y esa estrategia vive del culto de lo que expresa una palabra que desde hace muchos años desayuna con nosotros por la mañana, sale con nosotros a la calle, viaja en automóvil o colectivo, nos acompaña al trabajo, vuelve con nosotros por la noche e incluso se inmiscuye entre nuestras sábanas. De pie, señoras y señores, que me estoy refiriendo a Su Santidad en ejercicio: la SEGURIDAD.
El mundo es inseguro. La vida es insegura. ¿Quién podrá defendernos?
Por mi parte, tengo la firme convicción de que, en cualquier caso, el mundo es un poquito menos peligroso que lo que los ideólogos del espanto logran hacerle creer a la señora de mi barrio.
¿Puede afirmarse que, efectivamente, la gente es mala? Mediante semejante apreciación, ¿no se estará confundiendo lo que nos gusta llamar la ‘esencia’ del ser humano con lo que han fomentado en él determinadas circunstancias históricas? Por cierto, la filosofía moderna (y, especialmente, la filosofía política), han frecuentado insistentemente este debate.
De resonancia similar a la proferida por aquella señora, en ocasiones se deja escuchar, asimismo, la frase “Los seres humanos son naturalmente egoístas”. ¿Estamos muy seguros de eso? ¿No estaremos allí, nuevamente, simplificando un poco las cosas? ¿Estamos en condiciones de afirmar que el egoísmo es parte de nuestra naturaleza?
Desde luego, hay quienes están firmemente interesados en que creamos que esto es así. Todas las variantes del fascismo, por ejemplo (entre las cuales se encuadra, en nuestro medio, un nutrido puñado de cuasi–periodistas criados bajo el ala sucia del menemismo), entienden que el hombre es un animal naturalmente peligroso y agresivo, esencialmente individualista. De allí que lo primero que intentan infundir en la población es la desconfianza hacia el vecino. Lo cual, no tan de paso, robustece un precepto básico para el funcionamiento del sistema capitalista: a saber, lograr que los semejantes (los próximos, los cercanos, los potencialmente afines) se sientan diferentes y, en función de ello, enfrentados.
En tal sentido, la culminación exitosa de este operativo es que la señora de mi barrio sienta miedo; que el miedo se imponga como el más preponderante de sus sentimientos, de tal manera que ella advierta la imperiosa necesidad de invocar a una figura política omnipotente, purificadora, despiadada, que la proteja.
Mediante esa estrategia, nada menos, Hitler llegó al poder en Alemania. Mediante la misma estrategia, de hecho, los militares argentinos consiguieron que muchos de sus compatriotas los convocaran a la escena política.
Y esa estrategia vive del culto de lo que expresa una palabra que desde hace muchos años desayuna con nosotros por la mañana, sale con nosotros a la calle, viaja en automóvil o colectivo, nos acompaña al trabajo, vuelve con nosotros por la noche e incluso se inmiscuye entre nuestras sábanas. De pie, señoras y señores, que me estoy refiriendo a Su Santidad en ejercicio: la SEGURIDAD.
El mundo es inseguro. La vida es insegura. ¿Quién podrá defendernos?
Por mi parte, tengo la firme convicción de que, en cualquier caso, el mundo es un poquito menos peligroso que lo que los ideólogos del espanto logran hacerle creer a la señora de mi barrio.