BIENVENIDA SU OPINIÓN, SU COMENTARIO, SU MIRADA

domingo, 8 de noviembre de 2015

BALOTAJE Y VOTO EN BLANCO


Nota publicada en "Diario Registrado" el 28 de octubre de 2015: 
http://www.diarioregistrado.com/opinion/132894-balotaje-y-voto-en-blanco.html

Cuatro ciudadanos entre los cuales se registran numerosas diferencias comparten, sin embargo, dos rasgos muy sugestivos que motivan el siguiente relato.
           
Norma tiene 60 años y es comerciante. Le parece que la Argentina no es un país serio, como sí lo son las naciones europeas que tanto admira y a las que viaja periódicamente. Cuando en alguno de sus locales se desata un intercambio de tono político, Norma inexorablemente reproduce algún titular que ha leído en el diario al que destina la mañana de sus domingos; y si la charla reclama que amplíe sus opiniones, su mente pasa de página con inconsciente velocidad y retoma algún otro título mediante el cual, sin darse cuenta, Norma desvía el tema de conversación.

Adrián tiene 45 años y es periodista. Es un tipo canchero y bien informado, de espíritu un poco conservador, que ha logrado conquistar cierto prestigio profesional. Le gusta vestir con criterio y frecuentar ámbitos más bien selectos, en los que aprendió a desenvolverse con admirable soltura. Adopta un tono de cinismo y cierta impostada complicidad cuando habla de “la negrada”, lo cual colisiona con su tez morena, su evidente ascendencia de pueblo originario y el hogar muy humilde del que proviene.

Muriel tiene 30 años y se dedica a la pintura. Supo ser, hace tiempo, una radicalizada defensora de minorías sexuales. Hoy tiene un hijo y, si bien no le sobra nada, vive con su marido en una casa que pertenece a su padre. Cuando se ve involucrada en alguno de esos debates ideológicos en los que supo brillar, Muriel mantiene el tono de una rebeldía que le ha quedado como tic, aunque las banderas que hoy levanta, un tanto precarias, no sobrepasan las edulcoradas preocupaciones de una señora establecida.

Fernando va a cumplir 20 años y dice representar a la clase trabajadora. Sin embargo, su mayor contacto con el mundo laboral se reduce a su interacción, no muy fluida, con el encargado del edificio de Juncal y Ayacucho en el que vive con su madre. Fernando estudia en la universidad pública y desprecia tanto la democracia representativa como el Estado de Bienestar, en reemplazo de los cuales suele proponer una serie de consignas valiosas pero algo inconexas, sistemáticamente situadas en un futuro que la notoria impericia de Fernando impide vislumbrar.

Queda claro entonces que las vidas de Norma, Adrián, Muriel y Fernando son bastante diferentes. Sin embargo, como se dijo, tienen dos rasgos en común. En primer lugar, su antipatía por el kirchnerismo. Norma detesta las cadenas nacionales y la personalidad de Cristina. Adrián desprecia todo lo que huela a liturgia justicialista. Muriel cuestiona la insolvencia ética de algún funcionario. Y para Fernando todas las democracias burguesas resultan igualmente condenables.

Pero más significativo se ofrece, quizá, el otro rasgo que los une. A saber: su posibilidad individual de permitirse la apatía. El privilegio de saber que ningún escenario político modificará sustancialmente la vida que viven. Cualquiera sea la fuerza que gobierne el país, Norma seguirá viajando a Europa cada año, Adrián conservará el espacio profesional que supo conquistar, Muriel seguirá viviendo con su familia en la casa que le presta su padre, y Fernando continuará disponiendo de una heladera llena y de la onerosa prepaga cuya cuota le debitan mensualmente a su mamá.

Les he preguntado a quién votarán el 22 de noviembre. Norma me dijo que el voto es secreto, pero que su hijo le ha explicado que amar a sus nietos y elegir a Macri resulta incompatible, aunque ella ni muerta apoyaría, tampoco, al candidato de la yegua. Adrián me dijo que Mauricio le parece un poco grasa y muy falto de luces, pero que a la vez está podrido de los peronchos. Muriel me recordó que ella siempre fue progresista y que, si bien no apoyaría ni loca el cóctel explosivo de Cambiemos, sus principios indeclinables le impiden votar al motonauta. Fernando me explicó que la alternativa más revolucionaria es la que, en definitiva, el 22 de noviembre lo terminará encontrando cerca de Norma, Adrián y Muriel: el voto en blanco.

Los cuatro dicen tener sólidos motivos para no votar a Macri. Pero, a la vez, cada uno ha manifestado que Scioli “no le gusta”. Yo les he recordado que uno de los dos será presidente de la Argentina hasta 2019. Sin embargo, es una elección en la que a ninguno de estos cuatro ciudadanos se le juega, en lo personal, nada demasiado relevante. Ni la casa, ni el laburo, ni la salud. En tal sentido, podría decirse que los cuatro comparten algo así como un privilegio de clase. Evidentemente, poder permitirse votar en blanco en un ballotage no es para cualquiera.

martes, 19 de mayo de 2015

LA EXPRESIVA MIRADA DEL MUNDO

Hans nació en Viena (Austria), aunque vive en EEUU desde hace muchos años. Durante estos días, de paseo por Buenos Aires, una reunión social nos encontró en un living de Villa Crespo, compartiendo un segmento televisivo en el que dialogaban dos personas que Hans no conocía: un periodista local y el jefe de gobierno de la ciudad. Lo que Hans sí conoce bastante bien es la lengua española, que habla y comprende sin mayores dificultades. Y cuando alguna palabrita se le escapa, estira el cuello y entrecierra un ojo, pidiendo auxilio lingüístico. 
Concluido el segmento, me reclama que lo sitúe. Lleva pocos días en el país y desconoce los hechos que motivaron la entrevista. Yo he resuelto aportarle coyuntura lo más desapasionadamente que pueda. Entonces le comento, con el menor despliegue de subjetividad posible, que una empresa privada ha construido un muro en una calle pública por la que, consecuentemente, no se puede transitar. 
Pero sus inquietudes no se disipan con mi explicación. Porque Hans ha advertido que, al ser consultado por la demanda de los ciudadanos, “el alcalde” respondió que había escuchado algo, pero que aún no le habían informado al respecto. Hans hace una pausa, toma un trago de vino y me pregunta: ¿había escuchado dónde? Sorprendido, un poco turbado, improviso una respuesta rápida: supongo que a través de los medios, le digo. Hans me mira. Tengo la sensación de que mi respuesta no le alcanza. Pero no vuelve sobre el punto. Más bien avanza, imperturbable, empanada en mano: y cuando el entrevistador mencionó el fallo de la justicia que había ordenado demoler el muro, “el alcalde” le preguntó si eso todavía no había ocurrido. Hans quiere saber si entendió bien. ¿El alcalde le pregunta a un periodista si su propio gobierno cumplió una decisión judicial?, insiste, incrédulo. Yo trago saliva y muevo afirmativamente la cabeza. Me empiezo a sentir un poco incómodo. 
Sin embargo, Hans es implacable. Porque hay un detalle que llamó particularmente su atención: tras haberle informado a la máxima autoridad ciudadana que el muro no fue demolido porque su gobierno apeló esa decisión, el periodista le preguntó si no estaba al tanto de eso. Y el alcalde le respondió que no, pero que “si te preocupa, me informaré.” Hans, de por sí pelirrojo, ahora se ha puesto todo colorado. Repite la frase con especial énfasis: “¡Si te preocupa, me informaré!” No puede entender cómo, sin el menor asomo de pudor ni el más ligero sobresalto, el alcalde certifica (más bien con irreverente elocuencia) que lo sucedido no le preocupa en absoluto. “Mucho descaro”, dice Hans, marcando fuerte las consonantes. Y vuelve sobre la frase, que ahora repite con tono de interrogación: “¿Si te preocupa me informaré?” ¿El alcalde de la ciudad se va a informar porque el tema le preocupa… a un periodista? 
Finalmente, Hans quiere saber si el mandato de ese funcionario se va terminando. Yo le digo que sí, pero siento que hay otro dato que debe conocer. Entonces le comunico: este año, ese alcalde intentará ser presidente de la República Argentina. Me aplasta el silencio que se produce luego de mis palabras. Hans estira el cuello y entrecierra un ojo, como hace cuando no entiende. Pero esta vez, me parece, lo que no puede comprender no son cuestiones lingüísticas.

viernes, 27 de febrero de 2015

LIBERTAD DE INEXPRESIÓN


Sobre el atardecer del 18F me senté frente al televisor y me propuse un desafío: dejar de lado todo preconcepto, en la medida de lo posible, y seguir el desarrollo de la llamada “Marcha del Silencio”. Por un momento reparé en lo conflictiva que me resultaba esa designación (más que “salud”, el silencio en la Argentina ha sido “enfermedad” cómplice de genocidios). Pero rápidamente recordé mi objetivo: me había predispuesto favorablemente a conocer las motivaciones, por qué no genuinas, de quienes habían optado por ejercer el venerable derecho de marchar.
Para ello, opté por sintonizar la señal TN, porque entendía que a través de ese canal seguramente yo iba a poder conocer, escuchar, acaso comprender a los movilizados. Lamentablemente adversas, las condiciones climáticas de la jornada determinaron que, durante varios minutos, de los manifestantes yo sólo pudiera ver sus paraguas. Al comienzo me llamó la atención su notable colorido, su generosa amplitud promedio, la muy alta e inédita proporción de paraguas per cápita. No obstante, más curiosa me resultó la afirmación de una movilera cuando, habiendo cesado ya la lluvia, informó que los manifestantes habían decidido no cerrar sus paraguas. No entendí bien lo que esto significaba, pero en todo caso lamenté que, para mi percepción de televidente, la marcha siguiera siendo por el momento un gran techo de tela de avión.
De todos modos, por fortuna, en un momento se dio paso a los testimonios de los movilizados. Ahora sí, me dije, podré conocer con mayor justeza el carácter de la marcha. Sin embargo, lamentablemente, los manifestantes no se manifestaban. Sus declaraciones eran por demás exiguas; y cuando amagaban dejar de serlo, los cronistas rápidamente ofrecían el micrófono a otro ciudadano. Nadie disponía del uso de la palabra más que unos diez segundos. Hasta que apareció alguien que no peinaba canas y para quien, además, el 18F era la primera marcha a la que asistía en su vida. Extasiado ante la perspectiva de poder mostrar renovación generacional, el cronista pregunta: “¿Cuántos años tenés?” Honesto, acaso sabedor de que decepcionaba, el movilizado debutante responde: “Treinta y tres”.
Mientras tanto, los periodistas exprimían hasta el hartazgo cuanto atisbo de metáfora se les cruzara en el relato: “una marcha en la que el silencio dice mucho”, “el estruendo silencioso de los manifestantes”, “es emocionante cómo se escucha el silencio”. Nelson Castro propone: "Vamos a escuchar, en el medio del silencio, la voz de la gente". Sin embargo, alguien dispone que esto no ocurra. Porque ese momento nunca llega. A esa ciudadanía convocada a la que se le pidió que no porte banderas, que no lleve carteles, que no redacte consignas y, sobre todo, que no se exprese de otra forma como no sea a través de su silenciosa presencia, los paraguas no me dejan verla, los cronistas no me dejan escucharla.
Alguien dirá: marchan en silencio porque no tienen nada que decir. Como ciudadano, eso yo no lo puedo saber; como televidente, la señal TN no me permitió averiguarlo. Tampoco desmentirlo.
Lo que sí me consta es la discrecionalidad interpretativa que el silencio habilita. Históricamente hábiles en el arte de hacer decir algo distinto de lo que se dijo, durante los próximos meses los muy interesados operadores de la palabra ajena se abocarán a construir y ponderar el alcance del discurso que nadie articuló. Más denodadamente que de costumbre se entregarán al oscuro ejercicio de atribuirle sentido y significado a la palabra que no se dijo. Con menos escrúpulos de los habituales se arrogarán la facultad de traducir lo que quiso expresar una ciudadanía a la que, paradójicamente, se le pidió que mejor no abriera la boca.