[Publicado en Página/12 el 9 de abril de 2014]
http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-243714-2014-04-09.html
A
las 22.27 del jueves 20 de enero de 2011, a propósito de un resonante “caso
policial” ocurrido por esos días, el animador televisivo Eduardo Feinmann
formuló frente a cámara la siguiente pregunta: “¿Qué hacemos con las criaturas asesinas, como la que mató al ingeniero
Barrenechea?” Entre varias líneas de reflexión que abre el interrogante (la
inconsistente alusión a cierta esencialidad criminal, la ambigüedad de un
“nosotros” con aparentes competencias para ejecutar “acciones” de algún tipo),
nos interesa señalar el siguiente fenómeno: formulada la pregunta, el animador
no ofreció a continuación ninguna respuesta. El interrogante quedó flotando,
turbio, suspendido, dejando a los televidentes la tarea de responderlo.
Complete usted el casillero vacío. Y, sobre todo, tache lo que no corresponda.
Difícil no evocar en
este punto al ingeniero Santos, cuyo emblemático “caso” promovió, en 1990, un
debate en el que se privilegió la propiedad privada que los asaltantes
intentaron vulnerar (a saber, el pasacasete de un automóvil) por sobre la vida
que el ingeniero les quitó. El rumbo de aquel debate lo orientaron, en buena
medida, reconocidos exponentes de la prensa dominante. Como bien nos lo
recuerda Gabriel Kessler, “yo hubiera
hecho lo mismo” fueron las incalificables palabras mediante las cuales —sobre
la “acción” fatal ejecutada por el ingeniero— en aquella ocasión se pronunció
al respecto Bernardo Neustadt, por entonces influyente y oscura estrella del
firmamento periodístico argentino.
Lo cierto es que hay determinadas actividades profesionales cuyo desempeño
habilita considerables niveles de inmunidad periodística. Desde luego, a
propósito de esas profesiones (la de empresario, la de arquitecto, muy
especialmente la de ingeniero), nada acredita cuestionar su mero ejercicio o
estatuto profesional. Más bien nos referimos a los efectos simbólicos que su
referencia provoca en el imaginario de los sectores a los que, prototípicamente,
se dirige la prensa comercial.
Tomemos
un titular como el que, por ejemplo, ofrece el matutino La Nación
el 25 de noviembre de 2009: “Un
empresario mató a dos delincuentes”. ¿A qué obedece allí la especificación
de la actividad profesional del homicida? ¿Por qué, respecto del individuo en
cuestión, se informa adicionalmente qué
hace (esto es, a qué se dedica), más allá de referir lo que ha hecho (matar a dos hombres)? ¿Acaso esto último no es lo
que constituye la noticia? ¿El hecho de que un empresario mate delincuentes
resulta menos grave (y, correlativamente, menos condenable, menos punible), que
el hecho de que un hombre mate a dos hombres (que ha sido, en definitiva, lo
que ocurrió)?
Si
articulamos estas muestras dispersas de la labor periodística que hemos tomado
(la primera de las cuales se remonta a 1990) reconocemos la sostenida vigencia
de un discurso que, por cierto, torna grotescas las encendidas defensas
profesionales que algunos periodistas esgrimen por estas horas. Defensas
apoyadas, sobre todo, en la simplista premisa de que los “hechos” sociales se
producen espontáneamente (y que, por ello, la inocua labor del periodismo sólo
consiste en reproducirlos). En tal sentido, durante un intercambio radial en el
que Adolfo Pérez Esquivel reclamaba, por estos días, que la prensa no avivara
el fuego desatado de la presunta furia ciudadana, el periodista Jorge Lanata
intentaba chicanearlo con muy visible tosquedad argumental: “¿Vos proponés no informar sobre lo que está pasando?”.
Una vez más, confirmamos un rasgo paradójico que habita el discurso de la
prensa comercial, al que nos hemos referido en un trabajo de reciente
aparición.[1] Esto es:
en su declarado afán de combatir “la inseguridad”, el periodismo hegemónico no
se cuida de no alimentarla. ¿Se puede manifestar preocupación por “la
inseguridad” cuando, por estas horas, se ha llegado a “comprender”, justificar y
alentar la violencia más cruel y homicida? Más aún: ¿es “la inseguridad” lo que
realmente preocupa? ¿Preocupa lo que
hoy se gusta llamar “el retiro del Estado” (al que esos discursos reducen a su
dimensión policial)? ¿Lamentan el presunto retiro del Estado los portavoces de
los grandes emporios mediáticos, cuyo horizonte es recuperar el Paraíso Perdido
de la Argentina
desregulada? ¿Lo lamentan o, más bien, lo reclaman con enérgica virulencia? ¿No
será que, en verdad, lo que inquieta a los sectores concentrados es la sospecha
de que —aun con sus falencias y desajustes, con sus tareas de pendiente
resolución— ha desembarcado por fin, en nuestro país, la indeclinable vocación
redistributiva de un Estado que, lejos de estar retirándose, ha llegado para quedarse?
[1]
Marcelo Arias acaba de publicar La
noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante (Buenos Aires,
Biblos, 2014).
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