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martes, 1 de julio de 2014

EL USO DEL DOLOR ANTE EL DEBATE DE LA LEY

Nota publicada en Diario Registrado, el 6 de mayo de 2014:


            Los exaltados paneles televisivos alrededor de los llamados “linchamientos” fueron el aperitivo mediático luego del cual (según la secuencia que propone una agenda muy sugestiva) nos disponemos a degustar el tratamiento de la eventual reforma del Código Penal. Sin duda, se trata de dos temáticas que involucran fuertemente a la ciudadanía. No obstante, ambas presentan un rasgo que condiciona la validez de su abordaje en un medio televisivo que, mayormente, no fomenta debates que comprometan la razón, sino la emoción.
            Ocurre que ambas temáticas reclaman una reflexión sobre la ley. Y ésta no puede (ni debe) compartir la misma mesa con la emoción. De allí la contrariedad que surge al incluir, en esos paneles presuntamente destinados al debate, a familiares de “víctimas de la inseguridad”. Por supuesto, frente a un crimen, desatinado sería impugnar el derecho de los familiares a manifestar públicamente su dolor. Sin embargo, esta corroboración tan evidente no nos exime de preguntarnos: en el contexto de lo que suele presentarse como un espacio para el intercambio de ideas, ¿qué argumento se puede esgrimir ante quien atraviesa la intensa conmoción de haber sufrido una violenta desgracia personal? ¿Puede acaso proponerse, en esas mesas de discusión, el más atinado y aplicable de los razonamientos sin que éste adquiera, tal vez, el carácter de una ofensa? Para el vigente paradigma televisivo, que provoca y celebra el derramamiento de lágrimas, la descarnada exhibición del testimonio emotivo impone una legitimidad mediática que, entre otras cosas, convalida la clausura de lo que ya no podrá ser un debate.
            No es inoportuno recalcarlo: jamás un sentimiento o un estado de conmoción han sido buenos redactores o promotores de leyes. Ni el dolor, ni la angustia, ni el miedo. Menos aún el deseo de venganza. No obstante, a un padre devastado, a una madre al borde del desmayo, se los expone para que se pronuncien (ante la sociedad y pañuelo en mano) sobre cuestiones cuya consideración requiere, al menos, neutralidad, sosiego, distancia.
            Es en esas situaciones de honda tristeza y abatimiento que hace su entrada, sigiloso, subrepticio, el pensamiento de derecha. Por cierto, el fenómeno no es novedoso: históricamente, el pensamiento de derecha se alimenta del dolor humano. De tal manera, como hemos analizado en un trabajo de reciente publicación (“La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante”), muchas veces la explotación sentimental deviene manipulación política.
            Este operativo, advertimos, se consuma mediante la turbia tarea de convertir el dolor en odio. Y se aplica, desde la pretendida apelación a cierto ambiguo “sentido común”, sobre quienes aceptan y propagan esa estandarizada reprobación de la actividad política, que tan frecuentemente se invoca.
              En los próximos días, el “debate” mediático sobre la posible reforma del Código Penal nos enfrentará, una vez más, a ese discurso que no logra superar la paradoja que lo constituye: un discurso que, por un lado, manifiesta su crispada condena a la “sucia” labor de la política y a la “nociva” injerencia de las posturas ideológicas sobre la vida ciudadana; pero que, por otra parte, bien se cuida de no declarar sus expectativas definitivamente políticas, mal se empeña en esconder su desbordante ideología.

martes, 24 de junio de 2014

EL PROCESO DE ESTIGMATIZACIÓN


[Publicado en Página/12 el 16 de abril de 2014: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-244229-2014-04-16.html]



            Hay cierto esquema interlocutivo que preside el discurso periodístico en el marco de la televisión comercial. Ese esquema podría graficarse mediante la siguiente secuencia: “De Nosotros para Ustedes sobre Ellos”. Esto es: hay un Nosotros que emite, por ejemplo, la noticia televisiva (el periodista, digamos); hay un Ustedes al que la noticia se dirige (“los vecinos”, “la gente” o cualquiera de esas frecuentes muestras de vaguedad nominal que, en todo caso, confluyen alrededor de la clase media); y, por último, hay un conflictivo Ellos, prototípico referente sobre el cual se asienta, en particular, la noticia policial.
            Destaquemos que la construcción mediática de la figura de Ellos se organiza a partir de un vigoroso proceso de estigmatización. De hecho, tres rasgos muy específicos suelen caracterizar la percepción que se tiene de Ellos: son jóvenes, son pobres, son morochos. Observemos que, elocuentemente, el delito juvenil ocupa un destacado lugar en el ranking de preocupaciones que asolan el buen funcionamiento social. En segundo lugar, los medios privados alientan a diario la muy simplista presunción de que la marginalidad que impone la pobreza conduce, irremisiblemente, a la marginalidad del delito. Por último, la escasamente verbalizada consideración del color de la piel asiduamente es utilizada por el discurso periodístico como signo congénito de notable alcance estigmatizante.
            Estos fenómenos, a los que nos hemos referido en un trabajo de reciente aparición (La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante), conviven en la televisión argentina con la presunta necesidad profesional de espectacularizar incluso los formatos no ficcionales. De tal modo, en el ámbito de la televisión comercial, muchas veces resulta atrayente, para el periodismo, proponer que cede la palabra a Ellos.
            Adviértase que este operativo discursivo no se practica sino desde la necesaria conservación del estereotipo creado. Como sea, Ellos siempre deben resultar temibles, irreverentes, irrecuperables. Ellos “atentan contra la sociedad”, expresión mediante la cual se los sitúa en una tranquilizadora exterioridad; de tal modo se insinúa que la vida social se ve afectada en su funcionamiento por la injerencia nociva de elementos que le son ajenos. Esto es: si se afirma que “atentan contra la sociedad”, pues entonces se está presuponiendo que no la integran.
            Diríase que, para el discurso hegemónico de la prensa comercial, lo importante es mantener esa figura. Fuera de ello, parece que resultara irrelevante luego si su representación está siendo escenificada, o si a la salida de un estudio televisivo los está esperando —nada ficticia— la policía.


martes, 17 de junio de 2014

LA CRUZADA DE LOS INGENIEROS



[Publicado en Página/12 el 9 de abril de 2014]
http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-243714-2014-04-09.html

            A las 22.27 del jueves 20 de enero de 2011, a propósito de un resonante “caso policial” ocurrido por esos días, el animador televisivo Eduardo Feinmann formuló frente a cámara la siguiente pregunta: “¿Qué hacemos con las criaturas asesinas, como la que mató al ingeniero Barrenechea?” Entre varias líneas de reflexión que abre el interrogante (la inconsistente alusión a cierta esencialidad criminal, la ambigüedad de un “nosotros” con aparentes competencias para ejecutar “acciones” de algún tipo), nos interesa señalar el siguiente fenómeno: formulada la pregunta, el animador no ofreció a continuación ninguna respuesta. El interrogante quedó flotando, turbio, suspendido, dejando a los televidentes la tarea de responderlo. Complete usted el casillero vacío. Y, sobre todo, tache lo que no corresponda.
            Difícil no evocar en este punto al ingeniero Santos, cuyo emblemático “caso” promovió, en 1990, un debate en el que se privilegió la propiedad privada que los asaltantes intentaron vulnerar (a saber, el pasacasete de un automóvil) por sobre la vida que el ingeniero les quitó. El rumbo de aquel debate lo orientaron, en buena medida, reconocidos exponentes de la prensa dominante. Como bien nos lo recuerda Gabriel Kessler, “yo hubiera hecho lo mismo” fueron las incalificables palabras mediante las cuales —sobre la “acción” fatal ejecutada por el ingeniero— en aquella ocasión se pronunció al respecto Bernardo Neustadt, por entonces influyente y oscura estrella del firmamento periodístico argentino.
            Lo cierto es que hay determinadas actividades profesionales cuyo desempeño habilita considerables niveles de inmunidad periodística. Desde luego, a propósito de esas profesiones (la de empresario, la de arquitecto, muy especialmente la de ingeniero), nada acredita cuestionar su mero ejercicio o estatuto profesional. Más bien nos referimos a los efectos simbólicos que su referencia provoca en el imaginario de los sectores a los que, prototípicamente, se dirige la prensa comercial.
            Tomemos un titular como el que, por ejemplo, ofrece el matutino La Nación el 25 de noviembre de 2009: “Un empresario mató a dos delincuentes”. ¿A qué obedece allí la especificación de la actividad profesional del homicida? ¿Por qué, respecto del individuo en cuestión, se informa adicionalmente qué hace (esto es, a qué se dedica), más allá de referir lo que ha hecho (matar a dos hombres)? ¿Acaso esto último no es lo que constituye la noticia? ¿El hecho de que un empresario mate delincuentes resulta menos grave (y, correlativamente, menos condenable, menos punible), que el hecho de que un hombre mate a dos hombres (que ha sido, en definitiva, lo que ocurrió)?
            Si articulamos estas muestras dispersas de la labor periodística que hemos tomado (la primera de las cuales se remonta a 1990) reconocemos la sostenida vigencia de un discurso que, por cierto, torna grotescas las encendidas defensas profesionales que algunos periodistas esgrimen por estas horas. Defensas apoyadas, sobre todo, en la simplista premisa de que los “hechos” sociales se producen espontáneamente (y que, por ello, la inocua labor del periodismo sólo consiste en reproducirlos). En tal sentido, durante un intercambio radial en el que Adolfo Pérez Esquivel reclamaba, por estos días, que la prensa no avivara el fuego desatado de la presunta furia ciudadana, el periodista Jorge Lanata intentaba chicanearlo con muy visible tosquedad argumental: “¿Vos proponés no informar sobre lo que está pasando?”.
            Una vez más, confirmamos un rasgo paradójico que habita el discurso de la prensa comercial, al que nos hemos referido en un trabajo de reciente aparición.[1] Esto es: en su declarado afán de combatir “la inseguridad”, el periodismo hegemónico no se cuida de no alimentarla. ¿Se puede manifestar preocupación por “la inseguridad” cuando, por estas horas, se ha llegado a “comprender”, justificar y alentar la violencia más cruel y homicida? Más aún: ¿es “la inseguridad” lo que realmente preocupa? ¿Preocupa lo que hoy se gusta llamar “el retiro del Estado” (al que esos discursos reducen a su dimensión policial)? ¿Lamentan el presunto retiro del Estado los portavoces de los grandes emporios mediáticos, cuyo horizonte es recuperar el Paraíso Perdido de la Argentina desregulada? ¿Lo lamentan o, más bien, lo reclaman con enérgica virulencia? ¿No será que, en verdad, lo que inquieta a los sectores concentrados es la sospecha de que —aun con sus falencias y desajustes, con sus tareas de pendiente resolución— ha desembarcado por fin, en nuestro país, la indeclinable vocación redistributiva de un Estado que, lejos de estar retirándose, ha llegado para quedarse?





[1] Marcelo Arias acaba de publicar La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante (Buenos Aires, Biblos, 2014).