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jueves, 22 de noviembre de 2012

LA RUTINA DEL PRIVILEGIO



            Asumo que, para muchos lectores, el siguiente relato resultará escalofriante. Otros, en cambio, acaso lo encuentren más bien pintoresco. No descarto, incluso, que a algunos les provoque una profunda indiferencia. En todo caso, un aspecto no reviste discusión: del hecho que voy a referir hay, aproximadamente, una veintena de testigos. Pues bien: ninguno de ellos podrá desmentir este relato.
            En un evento empresarial al que asistió a fines de octubre, la novia de mi amigo Rafael se ganó una cena para dos personas en el Hilton Buenos Aires Hotel. Rafa es un pibe de barrio, que alquila un dos ambientes en Floresta; Luciana se dedica a la gastronomía y estudia portugués; planean casarse el año próximo. Lo cierto es que el jueves 8 de noviembre mi amigo se puso su mejor camisa, se encontró con su novia y ambos se dirigieron, contentos pero un poco intimidados, al fastuoso Hilton de Buenos Aires, que ninguno de los dos conocía.
            Mi amigo me cuenta que el salón, el mobiliario, los detalles decorativos, los platos que degustaron y la atención recibida le parecieron, francamente, excepcionales. Tal vez le provocaba cierta incomodidad, me dice, que su intento de luquearse para la ocasión (la camisita, el pantalón de vestir, algo gastado pero todavía en carrera) no había logrado estar a la altura de las circunstancias: indisimulablemente, desentonaba con la intachable elegancia de los demás concurrentes.
            Sin embargo, alrededor de las 22.30 ingresa al salón un grupo de tipos en pantalones de jeans. Rafa me comenta que, en ese momento, su novia y él se sintieron algo más distendidos. 'Parece que no somos los únicos sapos de otro pozo; esta gente es como nosotros, que no somos de acá, que no conocemos el paño.'
            Pero hay un detalle raro: los tipos saludan al camarero por su nombre de pila. Y además, para reforzar la extravagancia de la situación, estos tipos de alrededor de cuarenta años traen cacerolas bajo el brazo. De hecho, se sientan y apilan las cacerolas sobre una silla que el camarero, solícito, agrega rápidamente a la mesa.
            Repito la imagen, porque entiendo que lo merece: cacerolas apiladas sobre una silla de diseño exclusivo en el muy lujoso restaurant del Hilton Buenos Aires Hotel, cuando al 8N sólo le quedan un puñado de minutos y los movilizados ya se han desconcentrado.
            Rafael me cuenta que desespera por escuchar la charla de los comensales manifestantes. Pero está lejos (vaya si lo está….). Alcanza a reconocer las botellas de vino que, servicial, el camarero escancia, una y otra vez, en las copas de fina cristalería. Y puede ver claramente, con la llegada del plato principal, que los tipos brindan. Rafa me dice que, llegado ese punto, la distancia le juega a favor: de ningún modo querría escuchar los deseos que se formulan en voz alta en esa mesa, cuando esas manos empuñan esas copas que chocan para que, en el golpe del cristal, baile el vino que alojan botellas de cuatrocientos mangos.
            Al presenciar ese brindis, mi amigo y su novia entienden que arriban al pico máximo de su estupor. Pero se equivocan. Porque todavía los encuentra allí, disfrutando del postre, el momento en que los tipos pagan y se levantan, recogen sus cacerolas y abandonan el salón, entre risas fuertes y voces elevadas. Rafael me cuenta qué claras, qué nítidas, ahora sí, qué sencillas y contundentes y significativas le resultan las palabras con las que uno de ellos se despide, ya a punto de atravesar la puerta y con la naturalidad que brinda la rutina, al pasar por delante de la respetuosa reverencia del camarero:
            —Chau, gracias. Hasta mañana.


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