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miércoles, 20 de abril de 2011

CROMAÑÓN, FOLCLORE Y ROCK AND ROLL



Quienes no estamos familiarizados con la normativa penal, respecto de juicios y condenas no podemos sino pronunciarnos, en el mejor de los casos, desde una muy sesgada racionalidad, cuando no desde la emotividad más inocultable. No obstante, son muchas las voces elocuentemente desautorizadas que, en especial desde el medio televisivo y a propósito del ‘caso Cromañón’, por estas horas ponderan cuán atinada o desatinada resulta tal condena a determinado imputado, qué tan justa o injusta se presenta tal absolución.

En este sentido, esta nota no se inscribe dentro de la hoy muy extendida modalidad de juzgar el juicio. Más bien intenta repensar la indiscutible afirmación de que es, ante todo, el Estado quien debe proteger a los ciudadanos. Desde luego, difícil es no suscribir a tan republicano precepto. Sin embargo, quien haya tenido el hábito siquiera intermitente de concurrir a recitales en esta región del mundo, bien puede permitirse cuestionar el efectivo alcance de esa premisa.

Porque en un local nocturno de la Argentina en el que toca en vivo una banda de rock, si ya hubo un empresario que infringió la ley, y ya hubo inspectores y policías que aceptaron sobornos, y ya hubo en consecuencia un mal desempeño institucional, y son las cuatro de la mañana y yo estoy ahí adentro, integrando un público exaltado y excedido en número y toxinas, el Estado ya no está para cuidarme. ¿No supo, no pudo, no quiso? Como sea: no está.

Me consta que a muchos concurrentes a recitales desde fines de los 80 y durante los 90 los habita la sensación de que una tragedia de estas características bien pudo haber ocurrido antes, en otros conciertos. Pero, ¿por qué no ocurrió? ¿Tan sólo por azar? Tiendo a creer que no.

El poder que, sobre las conductas de su público, detenta desde un escenario el líder de una banda de rock es un fenómeno altamente sugestivo, por cierto que inquietante, al cual la psicología de masas ha destinado frondosa bibliografía. Sobrecoge advertir, de hecho, el modo en que un nutrido conglomerado de individuos (no sólo en un recital) puede ser manipulado según la voluntad discrecional de una única persona.

Pues bien: en decenas de ocasiones pude presenciar cómo, desde ese lugar ‘todopoderoso’, ante una eventual situación de riesgo evitable durante un espectáculo, el sagaz discernimiento de personalidades despejadas como Carlos Solari o Ricardo Mollo (por poner dos casos) siempre privilegió, aun por sobre la calidad o incluso la mera continuidad del show que estaban ofreciendo sus bandas, la vocación indeclinable de desalentar conductas que pudieran ocasionar daños físicos. Recurrentemente he visto la aplicación de ese principio, y de modo inapelable: si es necesario, se interrumpe el tema que se está tocando; si con eso no alcanza, se termina el show en ese preciso momento, y nos vamos todos a casa. El cantante recrimina desde el escenario el proceder de los que protagonizan abajo una escena de pugilato sostenida, de los que encienden pirotecnia en un lugar cerrado, del espectador confundido que, sediento de protagonismo, se sube a una columna de sonido. Y el resto de la concurrencia, siempre (pero siempre) se pliega para honrar esa recriminación.

Asistimos, en esos casos, a cierto uso provechoso de ese poder más bien irracional que otorga el carácter de ícono, aplicado en uno de los muchos contextos sociales en los que hay que resolver sobre la marcha lo que el Estado no supo, no quiso, no pudo resolver con antelación.

Abismal es la distancia que media entre aquella conciencia de lo que uno genera (y del modo en que esto puede degenerar) y la archi-probada promoción del uso de bengalas que, según han enfatizado una y otra vez los integrantes y seguidores de Callejeros, era una práctica tradicional, parte del “folclore” del rock.

¿Desde cuándo el rock se somete a un folclore, al punto de que valida una práctica por su carácter tradicional? ¿Cómo fue que adquirió este tinte conservador? ¿El rock no era acaso ruptura, innovación, rebeldía? ¿No despreciaba por principio todo tradicionalismo, a fin de construir algo nuevo, incluido un mundo en el que vivamos mejor? ¿Qué fue de aquella lúcida rebeldía fundacional, hoy aparentemente transmutada en la poco defendible y post-noventista cultura del “aguante”? ¿Cómo se pasó de la defensa de un pretendido modo de vida a la infecunda y pueril motivación de defender “los trapos”?

1 comentario:

  1. Marcelo:
    Si bien creo que esta especie de ícono o líder tiene una cierta responsabilidad sobre lo que genera, esa responsabilidad tiene un límite, el exceso de ese límite ya no le pertenece.
    Yo creo que si esta tragedia no ocurrió antes si fue por mero azar, de hecho antes del fatídico 30/12 estuve bajo la luz de bengalás en lugares no mejores que Cromañón, y "personalidades despejadas" desde unos mentros más arriba ni se percataron, ni hicieron mención del menor peligro. De hecho el mismo Carlos Solari no rechaza las bengálas hasta hoy día, lo cual me parece bien.
    En cuanto al "folclore", creo que pertenece a una costumbre cultural y tampoco renegaría de eso, que es lo que hace que una banda de alcance mundial sienta como distinto presentarse en Argentina. Se me ocurre pensar que durante tantos años de sentirse defraudado por políticos o referentes en otros ámbitos de la vida, por ahí el único que merecía una bandera ("un trapo") era un cantante de rock.

    Una humilde opinión.
    Saludos. Emiliano.

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