BIENVENIDA SU OPINIÓN, SU COMENTARIO, SU MIRADA

sábado, 30 de abril de 2011

UNA VOZ DESAFINADA

(Publicada en Página/12 el 28-04-11: www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-167147-2011-04-28.html



         “El discurso transporta y produce poder, lo refuerza pero  también lo mina, lo expone, lo torna frágil”                                                Michel Foucault 



       Si visitara este planeta un extraterrestre con inquietudes, hay dos preguntas que yo podría responderle sin decir una palabra. Si el amigo quisiera saber “¿qué es el fútbol?”, lo sentaría frente al VHS en donde conservo el partido que jugaron Francia y Brasil en el Mundial de 1986. Porque “eso” es el fútbol. Y si luego, ya que vino hasta acá, preguntara “¿qué es una novela?”, seguramente yo depositaría sobre sus manos (pongamos que tiene manos) alguna edición de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa.

Evitaría entrar en detalles para no fatigarlo. Pero también le podría describir la fascinación que me provocó, durante mi adolescencia, la lectura de Conversación en la catedral. Le reconocería que no sé muy bien en qué consiste “la plenitud del goce estético”, pero que lo que sentí leyendo La tía Julia y el escribidor no debe andar muy lejos. Me costaría no aludir a la destreza narrativa desplegada en Pantaleón y las visitadoras, ni reivindicar la injustamente relegada Historia de Mayta. Trataría de no ponerme patético, y evitaría confesarle que mi temprana lectura de esas novelas de Vargas Llosa gravitó considerablemente en mi decisión de dedicar mis estudios, mi actual profesión y buena parte de mi vida al ámbito de las Letras.

Por eso valoro que su palabra haya nutrido de prestigio la apertura de nuestra Feria del Libro. Sin embargo, entiendo que no hay prestigio que redima del cinismo. Resulta muy legítimo que Vargas Llosa se auto-proclame liberal de pura cepa, irredento defensor de las libertades individuales. Pero cuando enfatiza una y otra vez su compromiso irrestricto con la democracia, su tenaz oposición a todo tipo de atropello, totalitarismo o dictadura, no logro impedir asquearme.

Porque, más allá de haber leído copiosamente sus novelas durante mi adolescencia, cada tanto leo lo que escribe en La Nación. Y tengo muy presente el artículo suyo que, bajo el título “El golpe de las burlas”, fue publicado en ese diario el 25/07/09, a propósito del golpe de Estado sufrido en Honduras en junio de ese año.

En ese artículo leemos: “Tal vez más que la acción realizada, a los militares hondureños haya que reprocharles el haber erigido a Zelaya en paladín de la democracia.”

Tal vez más que la acción realizada... Ajá. Bueno, no seamos maliciosos: es una simple ironía. Continuemos leyendo: “Si el comandante Hugo Chávez (…) se arroga el rol de defensor del Estado de Derecho hondureño (…) comprobamos una evidencia: que algo debía de andar podrido antes de este golpe en ese pequeño país latinoamericano.”

Así que algo andaba podrido “antes”. Bien. ¿Esto reduce, entonces, el carácter nocivo de un golpe de Estado? ¿No es de lamentar el daño que se hace a lo que ya estaba dañado (o “podrido”)? En fin. Mejor prosigamos la lectura: “Honduras estaba a punto de caer, tras de Bolivia, Nicaragua y Ecuador, en la órbita de Hugo Chávez cuando sobrevino la intervención militar.”

Caramba. ¿La maliciosa es mi lectura? ¿O en esta última interpretación de los hechos asoma ya una mirada un poquito condescendiente para con el golpe? ¿A Honduras le estaba por pasar algo “peor”, digamos? ¿El golpe, por lo tanto, al país lo salvó de “eso”?

En cualquier caso, no encontramos en absoluto la postura de quien condena de plano la intolerancia, los atropellos, las dictaduras. De hecho, la aquiescencia que en el autor despierta el accionar militar tiene concluyente manifestación en las palabras que cierran el artículo, en las que se traza un paralelismo un tanto inquietante: “la anómala situación que vive Honduras por culpa tanto de los militares que asaltaron la presidencia con nocturnidad como de las arteras maniobras de Mel Zelaya y su gurú ideológico, Hugo Chávez.”

Listo, gracias. Ya entendí. Evidentemente no era yo. ¡Por culpa tanto de unos como de otros! Una delicia de argumento. Qué sutil reflexión. ¿Por culpa tanto de los militares golpistas como del presidente constitucional? ¿No será mucho?

De todos modos, más allá de los debates suscitados por su presencia, de las confrontaciones más bien ociosas, yo celebro muy genuinamente que el Premio Nobel Mario Vargas Llosa se haya presentado en Buenos Aires. Cuanto más se amplifique el canto de su prédica pretendidamente liberal, más audible se ofrecerá también su voz desafinada, más elocuente será el confuso ruido que, toda vez que intenta aclararla, oscurece su garganta. 

miércoles, 20 de abril de 2011

CROMAÑÓN, FOLCLORE Y ROCK AND ROLL



Quienes no estamos familiarizados con la normativa penal, respecto de juicios y condenas no podemos sino pronunciarnos, en el mejor de los casos, desde una muy sesgada racionalidad, cuando no desde la emotividad más inocultable. No obstante, son muchas las voces elocuentemente desautorizadas que, en especial desde el medio televisivo y a propósito del ‘caso Cromañón’, por estas horas ponderan cuán atinada o desatinada resulta tal condena a determinado imputado, qué tan justa o injusta se presenta tal absolución.

En este sentido, esta nota no se inscribe dentro de la hoy muy extendida modalidad de juzgar el juicio. Más bien intenta repensar la indiscutible afirmación de que es, ante todo, el Estado quien debe proteger a los ciudadanos. Desde luego, difícil es no suscribir a tan republicano precepto. Sin embargo, quien haya tenido el hábito siquiera intermitente de concurrir a recitales en esta región del mundo, bien puede permitirse cuestionar el efectivo alcance de esa premisa.

Porque en un local nocturno de la Argentina en el que toca en vivo una banda de rock, si ya hubo un empresario que infringió la ley, y ya hubo inspectores y policías que aceptaron sobornos, y ya hubo en consecuencia un mal desempeño institucional, y son las cuatro de la mañana y yo estoy ahí adentro, integrando un público exaltado y excedido en número y toxinas, el Estado ya no está para cuidarme. ¿No supo, no pudo, no quiso? Como sea: no está.

Me consta que a muchos concurrentes a recitales desde fines de los 80 y durante los 90 los habita la sensación de que una tragedia de estas características bien pudo haber ocurrido antes, en otros conciertos. Pero, ¿por qué no ocurrió? ¿Tan sólo por azar? Tiendo a creer que no.

El poder que, sobre las conductas de su público, detenta desde un escenario el líder de una banda de rock es un fenómeno altamente sugestivo, por cierto que inquietante, al cual la psicología de masas ha destinado frondosa bibliografía. Sobrecoge advertir, de hecho, el modo en que un nutrido conglomerado de individuos (no sólo en un recital) puede ser manipulado según la voluntad discrecional de una única persona.

Pues bien: en decenas de ocasiones pude presenciar cómo, desde ese lugar ‘todopoderoso’, ante una eventual situación de riesgo evitable durante un espectáculo, el sagaz discernimiento de personalidades despejadas como Carlos Solari o Ricardo Mollo (por poner dos casos) siempre privilegió, aun por sobre la calidad o incluso la mera continuidad del show que estaban ofreciendo sus bandas, la vocación indeclinable de desalentar conductas que pudieran ocasionar daños físicos. Recurrentemente he visto la aplicación de ese principio, y de modo inapelable: si es necesario, se interrumpe el tema que se está tocando; si con eso no alcanza, se termina el show en ese preciso momento, y nos vamos todos a casa. El cantante recrimina desde el escenario el proceder de los que protagonizan abajo una escena de pugilato sostenida, de los que encienden pirotecnia en un lugar cerrado, del espectador confundido que, sediento de protagonismo, se sube a una columna de sonido. Y el resto de la concurrencia, siempre (pero siempre) se pliega para honrar esa recriminación.

Asistimos, en esos casos, a cierto uso provechoso de ese poder más bien irracional que otorga el carácter de ícono, aplicado en uno de los muchos contextos sociales en los que hay que resolver sobre la marcha lo que el Estado no supo, no quiso, no pudo resolver con antelación.

Abismal es la distancia que media entre aquella conciencia de lo que uno genera (y del modo en que esto puede degenerar) y la archi-probada promoción del uso de bengalas que, según han enfatizado una y otra vez los integrantes y seguidores de Callejeros, era una práctica tradicional, parte del “folclore” del rock.

¿Desde cuándo el rock se somete a un folclore, al punto de que valida una práctica por su carácter tradicional? ¿Cómo fue que adquirió este tinte conservador? ¿El rock no era acaso ruptura, innovación, rebeldía? ¿No despreciaba por principio todo tradicionalismo, a fin de construir algo nuevo, incluido un mundo en el que vivamos mejor? ¿Qué fue de aquella lúcida rebeldía fundacional, hoy aparentemente transmutada en la poco defendible y post-noventista cultura del “aguante”? ¿Cómo se pasó de la defensa de un pretendido modo de vida a la infecunda y pueril motivación de defender “los trapos”?