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lunes, 1 de noviembre de 2010

EXTRA BRUT


Llorar sostenidamente la muerte de una figura pública ha sido para mí, por estos días, una experiencia del todo novedosa. Más aun, jamás hubiera podido suponer que, por primera vez, la sufriría a propósito de un referente del ámbito político. Nunca he militado formalmente en ningún partido ni agrupación. Tampoco había encontrado motivos para asistir dos días consecutivos a la Plaza de Mayo, y mucho menos para ingresar a la Casa de Gobierno. Jamás, ni por asomo, ningún presidente del que yo fuera contemporáneo había iniciado la construcción de un país tan parecido al que siempre quise habitar. De hecho, yo no conocía lo que era un primer mandatario que efectivamente gobernara, y no se remitiera a aplicar en los trazos gruesos las políticas que le imponían quienes, a su vez, lo gobernaban a él.

Sin embargo, durante años, a ese presidente inédito se lo ha regado de desprecio, de un modo al que no fue sometido, paradójicamente, ninguno de los muy despreciables presidentes que asolaron este país durante varios mandatos anteriores.

Hoy me invade la sensación de que, entre otras macizas razones no tan personales, en el desprecio de muchos políticos y comunicadores hay un velado componente de envidia. No es nada nuevo: está en la genética del cagón envidiar al tipo que tiene pelotas. Por eso la corporación mediática, desahuciada de argumentos (pero sobre-poblada de cagones), intenta por estas horas revestir la pasión que ha conducido la fértil vida de Néstor Kirchner con los ropajes de la irresponsabilidad. No pueden admitir que ese hombre ‘crispado’ tuviera convicciones a las que, literalmente, entregara su vida. No pueden tolerar el contraste con sus propias vidas chiquititas. Por eso cuestionan lo que consideran su ‘irresponsable’ hiper-actividad: porque detestan que tuviera la motivación suficiente para hacer tantas cosas, para intentar transformar tantas realidades, aun corriendo el digno riesgo de dejar en la tarea la propia salud.

Ahora sí podrá permitirse descansar. Y vaya si logrará descansar, como se dice, “en paz”. Infrecuente privilegio del que no gozarán, por cierto, quienes nunca ejecutan una idea propia y arrastran su existencia mediocre, su tenue vida berreta, entre la patraña y la traición, entre la obsecuencia y la hipocresía.

Qué brutos quienes festejaron su muerte. Más allá de la pequeñez moral, de la miseria de sus almas, de la 'mala leche' que adultera y vuelve repugnante el champagne con que celebran. Ante todo: qué ignorantes. Porque hay que ser muy bestia para confundir la desaparición física de un hombre con la muerte política que tanto le desearon.

Parece que todavía no advirtieron la mucha vida que su muerte deja latiendo, revitalizada, no solamente en la vigorosa capacidad intelectual y ejecutiva de la presidenta, sino en todos aquellos a quienes Néstor Kirchner sorprendió con la gloriosa notificación de que la política no era necesariamente el arte de resignarse. Por no hablar de aquellos otros a quienes el país que empezó a despuntar en 2003 les devolvió, nada menos, una parte de su dignidad.

Y esto no es discurso, no es retórica. El día de su despedida, en la Plaza de Mayo, quien haya querido pudo ver de cerca el llanto genuino de los humildes. Sin mediaciones. Sin aparato. Sin “el choripán y la Coca” que las mentes perezosas de los sectores acomodados y la vertiente tilinga de los sectores medios utilizan, como argumento simplista, para desacreditar la vital actividad de la política. ¿Cómo encuadrarían, desde su tosca mirada, al joven del conurbano profundo que lloraba con su pequeño hijo en brazos, mientras me comentaba, los ojos llenos de luz, que llevó al niño a la Plaza para que despidiera al presidente que sacó a su padre de la desocupación? “Siento orgullo”, confesaba este flamante ciudadano argentino, con pudor, como quien estrena una sensación que no termina de permitirse, una palabra que no está acostumbrado a pronunciar.

Lloraron su muerte los mozos de la Casa Rosada. Y esto sí se pudo ver por televisión. Esta vez no pudieron ocultarlo. De aquí en más no podrán ocultarlo.

¿Qué lectura harán de ese llanto tan significativo quienes, por primera vez en medio siglo, al fin, sintieron amenazados sus privilegios? ¿Ya estarán maquinando promover a algún fantoche de ‘la oposición’ que intente venir a decirme que “representa al pueblo”? Por favor, no me hagan cagar de risa.

Para muchos argentinos, la noticia de la muerte de Kirchner y la llegada del censista irrumpieron casi simultáneamente, una silenciosa y petrificada mañana de octubre. Minutos después, ambos hechos quedarían entrelazados y adheridos a la puerta de tantos hogares de este país. Porque esa noche, al regresar de la multitudinaria Plaza del dolor devenido compromiso, miles de argentinos y argentinas volvieron a leer, con tristes ojos renovados, la calcomanía que el censista había dejado en sus puertas. Las uñas de los inefables buitres rapaces no podrán arrancar fácilmente ese adhesivo resignificado en el que seguiré leyendo con emoción, cada vez que entro a mi casa, “GRACIAS POR RESPONDER”.